La carne y los productos cárnicos son alimentos con una elevada densidad nutricional y, por ello, son protagonistas de gran parte del recetario tradicional de nuestro país y de la cultura mediterránea en general. De hecho, tal como indican desde la Fundación Dieta Mediterránea, la carne fresca destaca por ser una fuente importante de proteínas de alto valor biológico, es decir, que las proteínas que contiene son las más aprovechables por el cuerpo al contener un mayor número de aminoácidos esenciales. En general, la carne también contiene vitaminas y minerales. Es una buena fuente de vitamina B12, hierro, potasio, fósforo y zinc. En definitiva, consumida con moderación, la carne fresca forma parte de un estilo de vida equilibrado y, gracias a los sistemas de producción establecidos en nuestro país, conseguimos carne rica y de gran calidad.
Pero además de la calidad, los consumidores demandan cada vez más el bienestar animal. En este sentido, no hay ovejas más felices, por poner un ejemplo de nuestra cabaña autóctona, que las que pertenecen a la ganadería extensiva. Este tipo de ganadería es aquella que aprovecha los recursos naturales del territorio, con una baja utilización de insumos externos y, principalmente, mediante pastoreo. En general, la ganadería extensiva se caracteriza por el empleo de especies y razas adaptadas al territorio, el aprovechamiento de pastos diversos ajustándose a su disponibilidad espacial y temporal y el respeto del medio en el que se sustenta.
Por decirlo de otro modo, es la forma de manejar el ganado más “ética”, al permitir a los animales gozar de una situación de semilibertad al aire libre, respetando el ritmo de crecimiento y las condiciones de vida propias de cada especie.
Sin embargo, la felicidad de estos animales es inversamente proporcional al bolsillo de los ganaderos. Basta con observar las estadísticas del Ministerio de Agricultura: en la última década, solo en el sector de ovino extensivo ha descendido alrededor del 30 por ciento el número de animales en nuestro país. Y con ellos, también han desparecido pastores y ganaderos, olvidándonos de que son ellos los que garantizan la gran calidad de la carne y la felicidad de estos animales. Pero los precios que perciben no reflejan estos aspectos y, al final, el ganadero se asfixia económicamente y acaba por abandonar su explotación.
Gran parte de culpa la tienen los gastos que se deben dedicar a la sanidad animal y el continuo descenso del apoyo de la Administración para sufragarlos. Las ayudas para las agrupaciones de defensa sanitaria (ADGS), para luchar contra las enfermedades como la tuberculosis, e incluso, la insuficiencia de presupuesto para sectores vulnerables como el vacuno o el ovino, han provocado que la rentabilidad de las explotaciones de extensivo se tambalee.
Tampoco acaban de arrancar fórmulas eficaces para terminar con otros obstáculos a los que se enfrentan los ganaderos. Por ejemplo, el hundimiento de los precios de las diferentes leches, los fraudes en la cadena agroalimentaria, el bajo consumo del cordero o el daño que provocan las especies de caza mayor en estos animales, por citar algunos.
La ganadería extensiva ofrece otros muchos beneficios sociales y medioambientales que se están dejando perder por no tener un mayor apoyo desde las Administraciones. Recordamos algunos de ellos.
Empecemos hablando del despoblamiento, tan en boca de nuestros políticos en los últimos tiempos, pero paradójicamente con tan pocas medidas efectivas. La ganadería, como también la agricultura, fija población en aquellas zonas rurales donde apenas hay opciones laborales. Y no solo hablamos de la población que trabaja directamente en ella, sino también la cantidad de puestos de trabajo indirectos que genera, ya sea en los mataderos, transportes, fábricas de pienso o veterinarios por nombrar unas cuantas, e incluso en otros sectores económicos locales, como la artesanía, el turismo o la hostelería.
Si nos centramos en los aspectos medioambientales, existen muchos motivos para apostar por este sector. En primer lugar, la gestión pastoral tiene capacidad para minimizar la magnitud del impacto del cambio climático sobre la ganadería a través del aprovechamiento sostenible de los variados recursos. De este modo, se aprovecha y mantiene nuestro patrimonio natural y los ecosistemas de enorme valor ecológico y ambiental como pueden ser las dehesas y los pastos de montaña, así como enormes superficies como son los barbechos, rastrojos, pastizales de montaña y eriales a pasto, extendidos por amplias regiones de la Península Ibérica, y a las que difícilmente podría sacárseles mayor provecho.
A ello hay que añadir que, en áreas sujetas a climas áridos o semiáridos, el ovino mediante prácticas tradicionales como el pastoreo contribuye de manera eficaz a incrementar la materia orgánica y a conservar la cubierta vegetal de los suelos más pobres. Y de paso, con el ramoneo del ganado (comer las hojas y las puntas de los árboles y arbustos en campos, prados, montes o dehesas), especialmente del ovino y el caprino, constituye una de las armas más eficaces para el control de la proliferación arbustiva y la prevención de incendios.
Expuestos todos los beneficios que puede generar la ganadería extensiva, no resulta extraño que, desde la organización agraria ASAJA de Castilla-La Mancha, solicitemos que la próxima Política Agraria Comunitaria (PAC), que se está negociando en estos momentos en las instituciones europeas, contemple este sector como un pilar fundamental. En definitiva, mediante sus diferentes instrumentos, la Política Agrícola Común debería ser capaz de revertir el proceso de abandono de los sistemas pastorales y de la ganadería extensiva que actualmente sufre España, contribuyendo así al tan proclamado Desarrollo Rural Sostenible.